Homilía navideña del padre Jame Alfredo Fonseca Guzmán (1971-2008), párroco en Ciudad Netzauhalcóyotl y escritor de Coyoacán

Jaime Alfredo Fonseca Guzmán fue mi amigo. Nos conocimos en el taller literario del Hijo del Cuervo en Coyoacán, por ahí de 1995. Fuimos juntos a Cuba a presentar un ejemplar autopublicado de la antología Cría Cuervos en un viaje delirante que nos llevó hasta el oriente de la Isla. Compartimos la noche, las letras y la borrachera de México D.F. con una vitalidad demoniaca. En aquellas épocas, el «padrecura» dudaba entre Dios, el amor carnal y la literatura. Se lo acabó llevando Dios, pero le costó trabajo. Llegamos al extremo de acompañarlo a dar la misa de ocho de la mañana en Neza, sin transición después de una noche de juerga: su rostro angelical dormitaba ebrio contra el vidrio del automóvil: el amanecer tibio del chilango lo arrullaba. En sus homilías citaba con frecuencia a Lorca, casto poeta pecador. También a Timbiriche, a Cortázar y a «San José María Escribá de Balaguer» porque el padre pertenecía al Opus: entre su director espiritual de allá y sus amigos pecadores de acá se libraba una lucha atroz. Lo acabamos perdiendo. Jaime se consagró a su actividad diocesana en Ciudad Netzahualcóyotl y nos dejamos de frecuentar del todo, a tal grado que me vine a enterar de su fallecimiento por leucemia con dos años de retraso. Recuerdo que en una de nuestras últimas orgías (el padre nos acompañaba sin pecar, bebiéndose a los toros desde la barera) confesó que tenía cáncer. Nadie le hizo caso, sabíamos que era tan aficionado a la flagelación verbal como talentoso escritor, amigo infalible, conversador enciclopédico, humorista cáustico y a la vez didáctico, radical pordoquier, de Navarra a Santiago de Cuba, de la Gládyz a la Magdalena, del Opus a James Joyce. Descanse en paz el amigo de las gafas lúcidas: los pecadores literarios nos sentimos dos puntos más abandonados.

Decidió callar su enfermedad y alejarse de sus amigos. Nunca nos dijo nada de la leucemia, se fue alejando de nosotros, y sus homilias por mail («spam bendito») se convirtieron en el único vínculo efímero de lo que otrora fuera una cotidiana amistad. Transcribo aquí una de ellas, uniéndome metafóricamente a los feligreses de Neza hacia quien iba dirigida. Tengan ustedes (y usted, padre Jaime), una feliz navidad.

Finalmente, ha llegado la Nochebuena, para la que nos tanto nos hemos preparado. Algunos más material que espiritualmente, cabe reconocer. Pero hoy, de un modo u otro, los que creemos que Jesús es Hijo de Dios estamos a punto de celebrar el Misterio de Su Nacimiento.

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció”, nos dice el profeta Isaías. El nacimiento del Salvador fue anunciado al mundo por una “estrella” brillante, que los expertos identifican con la repetida conjunción de los planetas Júpiter y Saturno que se dio entre los años 7 y 5 a.C. Y es que, como todos sabemos, hay un ligero desfase en el calendario gregoriano; por eso, el Señor no nació exactamente en el año 0 sino, paradójicamente, unos años “antes de Cristo”.

La estrella fue un fenómeno que todos percibieron, pero que nadie tomó en cuenta. Los hebreos, que esperaban al Mesías que Dios les había prometido desde el principio de los Tiempos, ni siquiera se enteraron de Su llegada. En Belén, José y María pasaron como una más de las parejas jóvenes que con motivo del censo romano tuvieron que desplazarse a la tierra de sus antepasados. Tal vez alguno haya sentido compasión porque era una pareja muy pobre. Quizá sintió lástima al notar que la muchacha estaba embarazada. Pero sólo el dueño del establo que les sirvió de refugio se apiadó de ellos.

Dos mil años más tarde, ocurre exactamente lo mismo. Cuando vemos a alguien que está en desgracia y requiere nuestra ayuda. Nos conmovemos profundamente no hacemos nada por los hermanos y hermanas que más lo necesitan. Y así como en Belén una familia pobre ofreció a la pareja de emigrantes lo único que podía darles, los que menos tienen son los únicos que se apiadan de los más necesitados.

Es por eso que el Padre quiso manifestar el nacimiento de Su Hijo no a los ricos, a los poderosos o a los que se sienten más que los demás, sino a los más pobres, a los que todo el mundo desprecia. Porque en Israel, los pastores eran considerados dentro del grupo más bajo de la sociedad. Se les consideraba escoria, como a los publícanos y a las prostitutas. Pero fueron precisamente ellos los elegidos para recibir el mensaje de los ángeles.

No teman”, les dijo Gabriel. “Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo. Hoy les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor”. El Hijo de Dios no vino para quienes se creen superiores a los demás, sino para quienes reconocen que ser cristiano significa servir a su prójimo. No vino para quienes por comodidad o conveniencia no viven de acuerdo su Fe y se inventan argumentos para justificar su comportamiento, sino para quienes procuran decir siempre la Verdad, y viven de acuerdo a esa Verdad, por difícil que resulte.

No vino para quienes se creen buenos por participar en la Santa Misa una vez al año, pero se olvidan de Dios los otros 364 días. Viene para quienes hacen de su Fe un compromiso, y lo viven todos y cada uno de los días de su vida. No vino para quienes se creen confirmados en Gracia y se niegan a acercarse al Sacramento de la Reconciliación. Vino para los que se reconocen pecadores y se confiesan con frecuencia para ir venciendo esos pecados. No vino para los que reducen su Fe a costumbres y tradiciones huecas. Viene para quienes procuran conocer su Fe, y ponerla en práctica.

No vino para quienes reducen el amor al prójimo sólo a sus seres queridos. Viene para quienes aman a todos, sin diferencia ni distinción. No vino para quienes guardan rencores durante años, y le niegan el habla a sus familiares, amigos o vecinos. Viene para quien perdona siempre, sin recordar jamás la ofensa recibida. No vino para quien espera que sea el otro quien de el primer paso, sino para quien se atreve a darlo, y a pedir perdón.

No vino para quienes se dedican a criticar, a menospreciar, a pensar mal de los demás por su manera de ser, de vivir o de pensar. Viene para quienes tratan a todos con cariño, aún cuando los demás los critiquen, los desprecien, o piensen mal de ellos. No vino para quienes se olvidan de los pobres. Viene para quienes los ayudan siempre que pueden, No vino para quienes creen que los demás deben servirlos, sino para quienes viven sirviendo a los demás. No vino, en fin, para quienes se creen santos, sino para quienes se reconocen pecadores, y procuran escuchar Su llamado a la conversión.

Y no es que el Señor haga distinciones entre nosotros. Como nos dice San Pablo en la Segunda Lectura de la “Misa de Gallo” de esta Nochebuena, “la Gracia de Dios se ha manifestado para salvar a todos”. Somos nosotros quienes nos negamos a recibir al Salvador, como hicieron los habitantes de Belén, porque no estamos dispuestos a cambiar de vida. Porque no queremos, como nos sigue diciendo San Pablo, “vivir de una manera sobria, justa y fiel a Dios”. Nuestro Señor “se entregó por nosotros para redimirnos de todo pecado y purificarnos, a fin de convertirnos en pueblo suyo, fervorosamente entregado a practicar el bien”. Nuestro Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos ha dado los medios para conseguirlo. ¿Qué nos cuesta corresponder?

Durante todos estos días nos hemos deseado felicidades. Nos hemos dicho palabras que en un mundo como éste en el fondo parecen huecas. Ante la guerra, las hambrunas, la pobreza y los demás conflictos del mundo. Ante las catástrofes naturales vividas recientemente en nuestro país. Ante la inseguridad, la delincuencia, las injusticias, la desigualdad que se vive en nuestro entorno. Ante las dificultades personales, de salud, económicas y familiares que cada uno puede tener. Ante la pérdida o la lejanía de nuestros seres queridos, festejar la Navidad podría parecer obsoleto.

Pero lo que celebramos no es la unión familiar ni los buenos sentimientos. Celebramos el Misterio de que “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”, como nos dice el Profeta Isaías, para que nuestra vida tenga sentido, y para que entregados a él en cuerpo, alma, mente y corazón, procuremos dar esperanza y sentido a la vida de los demás, recordándoles con la palabra y con las obras que Él vino para extender en el mundo “una paz sin límites”, para llenar todos los ámbitos de la vida con Su amor. Porque el Dios Niño cuenta con nosotros para “anunciar su grandeza a los pueblos”, como nos dice el salmo de la Misa de Nochebuena, y que el Salvador vino para “quebrantar el yugo” del pecado desde la humildad de un establo, la pobreza de una vida sencilla y la miseria de una cruz infame.

El Hijo de Dios se hizo hombre para necesitar de nosotros, para contar con nuestra ayuda, para anunciar el Evangelio por medio de las cosas sencillas y cotidianas. “Esto les servirá de señal”, dijo Gabriel a los pastores. “Encontrarán un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”.

A nuestro Dios no le gustan los prodigios ni las cosas raras. No lo busquemos pues, en las señales que poco o nada tienen que ver con nuestra Fe. Busquémoslo en los Sacramentos, en la Santa Misa, en nuestra Madre la Iglesia, aunque a veces los ministros no seamos precisamente la imagen del Salvador. Busquémoslo sobre todo en donde está realmente presente, con todo Su Cuerpo, Su Sangre, Su Alma y Su Divinidad: En el Sacramento de la Eucaristía.

Si en Belén el Hijo de Dios se nos aparece como un Niño frágil, pequeño, pobre, necesitado de todos, en la Eucaristía se nos aparece pequeñito, escondido en un panderito de harina, como diría el poeta Federico García Lorca, para dejarse manipular, comer…, incluso profanar. El Señor se queda en el pan para acompañarnos siempre. Para consolarnos. Para escucharnos. Y lo hace solamente por amor.

Busquemos al Señor en la Eucaristía. Cuando lo hayamos encontrado, podremos encontrarlo en todos lados: en el trabajo, en la escuela, en la tienda, en el metro, en la cola de las tortillas. En la persona que nos han encomendado cuidar y a veces nos desquicia. En la vecina chismosa que tal vez se encuentra terriblemente sola.

Lo encontraremos en los más pobres, en los más necesitados, en los que todo el mundo desprecia. Lo encontraremos en los que reducen su Fe a devociones y tradiciones huecas, en quienes han abandonado la verdadera Fe o en los que han dejado de creer en Dios. Lo encontraremos en los que objetivamente viven en pecado público y notorio, y sin embargo dan más testimonio de vida cristiana que nosotros, porque la practican con los hermanos que más lo necesitan.

Esta noche, tan importante para los cristianos, podemos cometer dos errores. En primer lugar, entre los regalos, la fiesta, la cena, las luces, el “Santo Clós” y demás tonterías, podemos olvidar qué es lo que estamos celebrando. No olvidemos que quien tiene que ocupar el sitio primordial en nuestra mesa es el Hijo de Dios, acompañado de María y de José. Tenemos que dedicarles, al menos, una oración. Si no, nuestra fiesta perderá todo su sentido.

En segundo lugar, podemos cometer el error de dejarnos llevar por la nostalgia, la melancolía, el dolor, el sufrimiento y la depresión que suelen acompañar estos días. Pero ni la ausencia de nuestros seres queridos, ni la cama del hospital, ni la muerte de nuestros parientes, ni la amargura de la prisión, ni la soledad de nuestra casa puede entristecernos. ¡Somos hijos de Dios! ¿Qué nos importa la pobreza, la soledad, la enfermedad, la amargura, la distancia, el dolor y la muerte?

Dios se hizo hombre, y toda Su vida estuvo más solo que nosotros. No debemos perder la esperanza, como dice el papa Benedicto XVI en su Encíclica “Spes Salvi”. Aunque todo parezca estar en contra, sabemos que la historia va a terminar bien. Aún con la nostalgia, el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la soledad, la distancia, la amargura, la pobreza y la muerte, si de verdad procuramos entender lo que ocurrió esta noche hace dos mil años, sólo nos queda gritar con los ángeles “Gloria a Dios en las alturas”.

Esta noche, como oración inicial de nuestra cena, podemos usar las palabras que el Papa Juan Pablo II pronunció en la Homilía de la Nochebuena del Jubileo del año 2000: «Dirigimos la mirada hacia ti, Cristo, Puerta de nuestra salvación, y te damos gracias por el bien realizado en los años, siglos y milenios pasados. Debemos confesar, sin embargo, que a veces la humanidad ha buscado fuera de ti la Verdad, que se ha fabricado falsas certezas, ha corrido tras ideologías falaces. A veces el ser humano ha negado el respeto y el amor a hermanos de otras razas, credos y formas de pensar. Ha negado los derechos fundamentales a las personas y a las naciones.

Pero Tú sigues ofreciendo a todos el Esplendor de la Verdad que salva. Tú no te cansas de amarnos. Más aún, en el misterio de la Navidad vienes a iluminar las mentes para que los legisladores y los gobernantes, hombres y mujeres de buena voluntad se comprometan a acoger, como don precioso, la vida humana. Fijamos los ojos en Ti, Cristo, Puerta de la paz, mientras, peregrinos en el tiempo, visitamos tantos lugares donde reposan las víctimas de violentos conflictos y de crueles exterminios. Tú, Príncipe de la paz, nos invitas a abandonar el insensato uso de las armas, el recurso a la violencia y al odio que han marcado con la muerte a personas, pueblos y continentes».

Que así lo hagamos. Feliz Navidad.

Jaime Alfredo Fonseca Guzmán.
Navidad del 2007.

3 opiniones en “Homilía navideña del padre Jame Alfredo Fonseca Guzmán (1971-2008), párroco en Ciudad Netzauhalcóyotl y escritor de Coyoacán”

    1. ¿alguien sabe donde está enterrado? fui un gran amigo y nos distanciamos cuando me mudé a Puebla, conservo algunos de sus correos electrónicos y un gran recuerdo de él.

  1. Padre Jaime, un gran guía espiritual, sui generis, aún lo recuerdo, con un pensamiento diferente y firme a sus principios. Es muy padre volver a leer una de sus homilías, sería genial que pudieran publicar alguna otra.

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