de cómo pisé una mierda de perro justo antes de abordar el auto de mi superior jerárquico

martes, passage.molière (19:21) Ayer fui al lugar en donde voy a trabajar a partir del lunes de la semana que entra, una oficina de techos altos y ventanas largas tras las cuales hay aparatos complicados y personas en bata blanca lidiando con su complejidad, que para ser sincero nunca ha sido lo mío, yo he tratado siempre de llevar mi vida de la manera más simple posible pero por alguna razón el destino se empeña siempre en llevarme por senderos complicados en mitad de los cuales a veces levanto la cabeza y no entiendo ni qué hago ni cómo llegué ni quién me llevó hasta ahí, o mejor dicho hasta aquí, porque justamente estoy parado en uno de esos codos del camino, hablando de este lugar de techos altos, ventanas largas y personas lúgubres rondando por los pasillos con la expresión concentrada, los ojos encristalados y el torso cubierto de batas blancas, por no hablar de la piel ceniza de quien prefiere mejor trabajar a la sombra del intelecto que al sudor del sol. En este lugar, a partir del próximo lunes, desempeñaré funciones profesionales de las que no puedo decir gran cosa porque además de ser secretas son francamente muy complicadas, pero sobre todo secretas: firmé un contrato de confidencialidad con mi empleador y no tengo derecho a hablar acerca de mis actividades cotidianas, mucho menos a venir a escribir en este blog las cosas a las que ahí me dedicaré, y digo dedicaré porque aún no empiezo a ejercer esas funciones inconfesables, lo haré hasta el lunes que entra, ayer solamente fui para firmar algunos papeles, conocer mi lugar de trabajo, saludar con mucho gusto a desconocidos cuyas manos estrecharon la mía con apretones llenos de presagios, pues si bien hoy en día somos desconocidos, el contacto cotidiano seguramente hará surgir entre nosotros todos esos sentimientos imprevisibles que suelen acompañar las fricciones emocionales entre los humanos: amistad, enemistad, animadversión, envidia, solidaridad, simpatía, hartazgo, malos olores, buenos hábitos, hora de la comida, pausa para el café, y me refiero a situaciones tan banales porque por más secreta, compleja y sombría que sea una actividad, siempre existe la necesidad de tomarse un respiro para salir a fumar un cigarro, ir al baño o, insisto, hacer una pausa para tomar café. En la oficina me esperaba el que será mi superior jerárquico, con quien recorrí las instalaciones, visité al encargado de recursos humanos con la ayuda de quien logré llenar algunas formas administrativas, firmar declaraciones, adelantar vísperas y evacuar tanta complicación burocráticos necesaria para que alguien pase ocho, diez o doce horas diarias dedicado a desbrozar la complejidad del mundo (o fingir que la desbroza cuando en realidad la enmaraña más) para después tomar un tren que lo lleve a casa en donde no podrá hablar con nadie de nada. Ni mi superior jerárquico ni los demás empleados pueden decir gran cosa sobre sus actividades, por lo que reina en la oficina un silencio de santuario hasta que se impone la hora de la salida (y verdaderamente se impone: nadie puede permanecer a deshoras en las instalaciones porque la jerarquía interpretaría la intención de tal acto como ilícita): entonces una cierta sensación de alivio temporal recorre la expresión facial de los empleados: ¿quieres beber un vaso de vino?, propone mi superior jerárquico y yo acepto gustoso, pensando que al fin fuera de nuestro recinto de trabajo podré preguntar todos esos detalles concernientes a mi actividad que hasta ahora he debido de mantener callados por temor a no infringir su carácter secreto. Así que, tras dejar en recepción nuestros respectivos Identificadores Universalmente Únicos, mismos que nos permiten el acceso al recinto, caminamos por la acera en dirección del vehículo de mi superior jerárquico, callados, escrutando mentalmente quién será el primero que pronunciará una palabra, sopesando si tal palabra allanará el caracter secreto de nuestra actividad, y mejor pensándolo dos veces antes de soltar la lengua: preferible mudos que desempleados. Tales cavilaciones fueron la causa de que yo incurriera en un garrafal error de seguridad: no observar con cuidado por dónde camino. Dar un paso en falso. Meter francamente el pie, desde el arco hasta la suela, en una mierda de perro ¡qué digo perro!, camello, caballo, San Bernardo, y no conforme proseguir mis cavilaciones sin sentir la consistencia de crema de cacahuate sobre la que se deslizan los pasos que doy con el pie derecho. Así es como, en silencio y en la mierda, penetro al automóvil de mi superior jerárquico. Él penetra a su vez, por su lado, también en silencio. Afuera hace frío (ventanillas cerradas). Enciende la calefacción. Arranca. El olor es un insulto a todos esos millones de años que La Evolución de las Especies invirtió en la manufactura del órgano olfativo humano: mi superior jerárquico arruga la frente y las cejas en señal de desabrimiento, de su garganta brota una ocurrencia verbal que viene a romper al fin el silencio: algo huele mal. Yo no soy para nada amante de las descripciones complejas y detalladas, por lo que ahorraré los pormenores del penoso acto de detenerse en un semáforo para que yo intentara por todos los medios (limitados como lo pueden ser en la cabina del automóvil de mi superior jerárquico) para limpiar la suela de mi zapato. Cabe solamente destacar que ni siquiera en circunstancias tan extremas rompimos el silencio cauto de quienes son depositarios de un secreto: no fue sino hasta llegar al bar que, con las fosas nasales traumatizadas aún, elevamos en voz alta un brindis: salud, por que pronto salgamos de la mierda. Luego cada quién bebió su copa metido en su respectivo silencio.

4 opiniones en “de cómo pisé una mierda de perro justo antes de abordar el auto de mi superior jerárquico”

  1. No ps si la cagaste un poco Harmodio, la alfombra del carro de tu superior jerarquico que comparte contigo el silencio de una secreta actividad laboral.

    Chidote el cuento

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